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sábado, 23 de abril de 2011

Me lo contaron mis viejos: La Diosa del Carbón

Juan estaba petrificado mirando la vagoneta que traía las víctimas del grisú. La ardua tarea de despejar la galería había concluido al día siguiente de la explosión. Entre esa masa de cuerpos deformes, ya sin vida, se encontraba su padre. La memoria del muchacho lo retrocedió al día anterior cuando en el pilón su madre trataba de retirar lo negro de la cara y del dorso de su padre. Su piel nunca recuperó su color natural. El carbón se había apoderado de ella y se había introducido en su cuerpo. Recordaba las palabras de su abuelo cuando decía que a un minero, aparte de circular carbón por sus venas, lo respiraba y lo incorporaba a su alma. Mientras sus ojos continuaban ajenos a las maniobras del personal seguía pensando ahora en su madre, esa mujer morena, de ojos negros, pelo largo, menuda, que de sus antepasados araucanos había heredado la entereza y la energía de un tractor. Lo había criado a él y a sus cuatro hermanos menores, guiando siempre el hogar. Preparaba cazuelas y sobre todo ese pan minero, ¡tan rico!, hecho en hornos colectivos con las vecinas del pabellón treinta y dos. El cine, la plaza, las fiestas del barrio, las ramadas; todo compartido con su madre, hermanos y vecinos. Su padre era una figura ausente en sus recuerdos, porque siempre se interponía el pique con su horario esclavizante.

Cuando la voz ronca del capataz nombró a Juan Carrasco, su padre, entre los mineros inmolados, ninguna lágrima se escapó y su cara permaneció inexpresiva. Se iniciaría una etapa nueva en su vida.

La Compañía Carbonífera se hizo cargo de los funerales y de un estipendio a la viuda por seis meses.

Las faenas de extracción de carbón tenían como ingredientes principales la pobreza, la ilegalidad, la tragedia y el desamparo. Todo en un marco de conflictos sociales emanados de bajos salarios y condiciones inseguras en los piques. Las viudas causadas por el grisú, la fibrosis pulmonar y los accidentes laborales aumentaban según pasaba el tiempo. Por fortuna, entre la población de los pabellones existía la solidaridad de los pobres. Cuando a una viuda le faltaba algo para comer, las vecinas le proporcionaban alimentos.

A Juan le faltaba un mes para cumplir los 15 años, se había convertido en el puntal de la familia. Con la ayuda de su padrino logró ingresar a los piques, primero como ayudante de ‘apuntalador’, cortando maderos para los revestimientos y luego como cargador de vagones. Su cuerpo empezó a cambiar; su piel ya no era blanca, el carbón lo estaba transformando en un hombre moreno. Su madre lo lavaba con jabón gringo en el pilón, como lo había hecho con su padre. Nunca recuperó su color original.

Juan había hecho amistad en el pique con Evaristo, un muchacho de unos diecisiete años que aparentaba treinta. Con él mantenían largas conversaciones. Su amigo era un conocedor de un sinnúmero de mitos. Nunca supo Juan si las historias las extraía de algún texto, de algún viejo minero o eran producto de su fabulosa imaginación, el caso era que él las escuchaba embobado y las creía a pie juntos. Un día le preguntó: “cuéntame ¿por qué a una mina no entran mujeres?”

Le contestó Evaristo: “Por que la mina es una mujer y además ‘muy celosa’, no permite que ninguna fémina le arrebate a sus hombres, que ha hechizado y mantiene atrapados en su seno.

Existe una leyenda que la conocen muy pocas personas: ‘En cierta oportunidad, un minero introdujo a su amante al interior de una mina y cuando se encontraban en el fondo de una galería haciendo el amor, fueron interrumpidos por un estampido, acompañado de una hermosa figura de azabache, con forma de mujer, que despedía fuego por los ojos; luego de dar un grito escalofriante se transforma en humo, envuelve a los amantes y los transforma en carbón. Dicen que hubo un testigo que perdió la razón y sólo repetía algo ininteligible sobre una diosa negra’.”

Según Evaristo, cada vez que un minero veía a esta diosa le llegaba su turno de morir.

Juan estaba muy impresionado con estas historias y, cada vez que transitaba por las galerías, cualquier ruido lo hacía estremecer. Una vez, la luz de su linterna proyectó una sombra. ¡Verla y arrancar fue espontáneo! Las carcajadas del barretero, dueño de esa sombra, fueron ofensivas y dolorosas para él, ya nadie lo libraría de las bromas y pullas de sus colegas de faena.

Cinco años más tarde, Juan Carrasco fue ascendido a barretero y trasladado al famoso yacimiento que inmortalizó el escritor Baldomero Lillo, con el nombre de ‘El Chiflón del Diablo’, en sus cuentos realistas de “Subterra”. Este socavón se introduce más de 800 metros bajo el nivel del mar. El trabajo de las minas abarcaba turnos de 12 horas: el primero desde las 7 de la mañana a las 7 de la tarde y el segundo de las 7 de la tarde a las 7 de la mañana. Turnos de 7 a 7, se decía. El horario se iniciaba cuando se estaba picando. El tiempo para entrar y salir del pique no se pagaba y significaba a veces dos horas extras.

El acarreo de carbón ya no se hacía con caballos, ahora existían los vagones. La muerte de un canario para detectar el gas grisú era parte del pasado. A pesar de nuevas tecnologías, aún no lograban eliminar los riesgos, los accidentes continuaban.

Con Evaristo no se habían vuelto a ver, estaban en piques y turnos distintos, casi había olvidado sus historias. Hacía tiempo que no ocurría alguna explosión y sólo el ruido de la picota sobre el carbón y la del lejano compresor de aire inundaba el ambiente; mientras, un tránsito de lámparas circulaba sin parar en ambos sentidos por las galerías. Todo era tranquilidad bajo tierra. En cambio en su hogar pasaban cosas. María, su hermana de catorce años, era candidata a madre soltera, Francisco estudiaba en el Liceo y su madre vendía pan de mina en Coronel.

Juan había evadido los problemas de su familia, tenía claro que su aporte económico era insuficiente. Ahora que Pedro, el hermano que le seguía, se había sumado a las faenas y trabajaba como acarreador de carbón, la situación algo cambiaría.

Como barretero lo enviaban a otros piques y fue así como en un turno de noche, donde se encontraba trabajando junto a su cuadrilla en una galería, sintió algo helado sobre su espalda. Retrocedió un par de metros y observó una filtración de agua que venía desde el techo del túnel. Dejó sus herramientas y fue a comunicárselo al capataz, éste lo miró y le dijo: “es natural lo del agua, la tenemos en abundancia en la superficie ¡Sigue con tu trabajo!”. Regresaba cuando sintió un ruido ensordecedor, al enfocar con su linterna observó un caudaloso río de aguas negras que venía en su dirección, alcanzó a correr algunos metros cuando fue arrastrado por la corriente. Lo último que vio le hizo perder el conocimiento. La diosa negra lo venía a buscar.

El derrumbe había provocado varias víctimas. Los pocos sobrevivientes fueron evacuados y llevados al Hospital de Lota. La Compañía cerró el pique y sus Relacionadores Públicos amortiguaron la difusión de la tragedia. Había que seguir produciendo.

Cuando Juan regresó de las tinieblas y abrió los ojos, a quien primero vio fue a la diosa negra y cayó de nuevo a la inconciencia.

“¡Esta volviendo del coma!”, comentó sonriendo la morena enfermera, mientras le tomaba el pulso.

“Pero, ¿se fijó en la expresión de pánico que puso cuando la miró?”, acotó la auxiliar trigueña que la acompañaba.

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