ANTES QUE TODO
La barbarie como contracultura de la ciudad - Concepción, Chile como excusa
Tengo que señalar, primero que todo, que las excusas han poblado mi vida de principio a fin. Es más, se han constituido en una especie de mapa biográfico (por ende metonímico-sinecdóquico) de mi vida. Sin pretender ser original, ni mucho menos especial, tengo que confesar que estuve a punto de morir, aunque otros (los médicos) han señalado, sin poca seguridad, que lo logré por un rato, cuestión que no me convence en lo absoluto. Lo más cercano que conozco de la muerte son las habitaciones de esta casa y sus pasillos silenciosos donde el vacío se perpetúa como el vuelo de las aves negras en el último cuadro de Van Gogh. En fin, aunque esta casa es pura metáfora mortuoria se ha transformado en mi claustro voluntario, y así como el “Síndrome de Estocolmo” terminé queriendo este lugar.
Volviendo a lo de la excusa (y para no dispersarme tanto como siempre) son miles las que he utilizado, desde el fútbol hasta Borges; incluso desde la noche hasta Kant, y así, infinitas más.
Hoy no es la excepción, utilizando algunos recuerdos de mi infancia más otros que no entran en ninguna vida quiero plantear la sutil obviedad (dentro de un carácter lúdico, por decir algo) de cómo lo urbano sucumbe a lo rural. Cómo las personas que provienen de la “barbarie”, del “pasado” (de las cuales me siento parte… a veces) terminan por apropiarse de ese artefacto/aparato llamado ciudad con mayor destreza y autoridad que los propios “ciudadanos” que la tienen que vivir, sufrir… habitar… aunque esto haga revolcarse en su tumba a los grandes próceres decimonónicos latinoamericanos que soñaron con sentar un límite (im)propio que separara la ciudad/civilización con el desierto/barbarie para siempre.
“La ciudad es un paisaje que vale la pena disfrutar;
lo cual maldito si es necesario cuando vives en la ciudad”.
Claes Oldenburg (en Berman)
La ciudad de Concepción (Chile) se reconstruye constantemente, lejos de referirme sólo a aspectos simbólicos-metafóricos tengo que mencionar que la ciudad ha sido desvastada y vuelta a construir en repetidas oportunidades, la “experiencia telúrica” ha obligado a trasladarla desde su emplazamiento original, (ciudad costera de Penco) en 1751 al valle de la Mocha, cuestión que se concreta recién en forma definitiva en el año 1764, utilizando un terreno que tenía “una superficie aproximada de 33 cuadras por 13, extensión de las tierras disponibles en el valle para los emplazamientos de la nueva ciudad, considerando las tierras planas y desechando lagunas, pantanos, cerros e islas” (Mazzei) emplazamiento que ocupa hasta el día de hoy. Luego vendrían eventos similares en 1939, el cual destruye alrededor de 15.000 casas (Campos Harriet) y el de mayo de 1960 que termina por destruir todas las antiguas casa de adobe que por una u otra razón habían quedado en pie en 1939.
Cabe señalar que al igual que el pensamiento de Sarmiento muchos sostuvieron que el terremoto cumplía con una “función positiva, desmantela[ndo] el espacio tradicional, posibilitando la reorganización y modernización… La catástrofe problematiza la arquitectura del orden tradicional, y así posibilita la construcción de la nueva cuidad, de la modernidad deseada… la catástrofe no constituye una fisura insuperable. Por el contrario, la catástrofe registra el punto de una nueva fundación a partir del cual adquiere impulso el devenir del progreso”. (Ramos). Esto permitió que Concepción no fuera sólo una ciudad de emergencias y de temores telúricos en su construcción, sino que además en cada oportunidad que tuvo de repensarse y rearmarse la decisión siempre albergó la esperanza de una nueva catástrofe para “mejorar”, no obstante la visión de la oportunidad modernista producida por lo telúrico se vio enfrentada y contrapuesta a su otra cara, a la necesidad de recurrir a la historia, al campo para parapetarse en busca de protección, al mismo pasado que sus (re)estructuradotes modernistas intentaban, por todos los medios, borrar o alejar. En cada evento debió mirar a las afueras de sus propios límites, una mirada que se ha perdido en la lejanía de la ruralidad, de la barbarie.
Hoy en día la ciudad de Concepción se eleva muy poco por sobre el suelo y las pocas construcciones que lo hacen no son más que pequeños distractores de esta chata ciudad que se autodefine como la “segunda ciudad de Chile” y que vive en una dicotomía (modernidad/ruralidad) que le hace recordar su condición de pueblo grande más que de ciudad pequeña; y donde las personas que viven (o vivimos… en mi caso sólo a veces) en ella padecen(mos) una suerte de esquizofrenia urbana, porque es tan pequeña la ciudad y con tan grandes aires de urbe que siempre que caminamos un poco entre la arquitectura y las calles, terminamos en uno de sus bordes, donde la modernización aún no ha alcanzado con sus “beneficios” a la poblada deseante.
Es justamente, a partir de estos bordes que me gustaría hacer algunas reflexiones y comentarios para determinar o dejar en evidencia que la ciudad alberga una ruralidad que se torna permanente por el flujo constante de las personas que vienen desde el campo. No me refiero a la ruralidad que por la inmigración se ha conformado en las zonas periurbanas, asentándose en poblaciones precarias, sino más bien me refiero, en este caso, a los inmigrantes rurales que vienen de paso a la ciudad configurando y reconfigurando los flujos o recorridos que la misma ciudad los obliga a transitar (incluyendo/excluyendo), conformando un cordón rural que bordea el centro de Concepción, y que en ciertos puntos geográficos o nodos, no hay más que cruzar la calle para cambiar de paisaje bruscamente. Este circuito, además, no sólo actúa como eje de tránsito, también sobre él se ha articulado un intercambio de mercancías diferentes y, por cierto, mantiene una estética dicotómica que problematiza lo rural con lo urbano.
A estos inmigrantes rurales de paso por la ciudad, me permitiré llamarlos “inmigrantes temporales”, para señalar que estos individuos realizan un traslado que va más allá del viaje reiterativo, ellos realizan una incorporación a la ciudad que va más allá de lo cotidiano, transformándose en un evento, y como evento tiene una duración definida.
Lo rural a la vuelta de la esquina
“La ciudad es materialidad y alegoría de la organización espacial de la cultura y la modernización. Por este motivo es ella una red de estaciones, centros, caminos, viviendas y, al mismo tiempo, un lenguaje explicativo, clasificatorio y normalizador de los símbolos, las mitologías y las representaciones urbanas” (Ossa). Y es en América Latina, como lo plantea Gorelik, “un producto creado como una máquina para inventar la modernidad, extenderla y reproducirla” es con ella que se pretendió (pretende) expandir la modernidad hacia la barbarie, para ir ganando terreno en medio de la confusión, para normarla y disciplinar a quienes se incorporaban a ella. Luego vendrá la modernización. Primero que todo se privilegió un modelo de ciudad ideal (en el deseo sarmientino donde la ciudad es modernización y civilización) como concepto que permitiera justamente ser un medio, por eso se plantea que “En América Latina la modernidad fue un camino para llegar a la modernización, no su consecuencia” (Gorelik).
Esta idea de la civilización y la barbarie aún retumba en la mentalidad de la pequeña urbe llamada Concepción, sus habitantes sienten el privilegio de ser parte del progreso, del proceso civilizatorio y miran a las grandes ciudades con deseo, porque se saben parte de una ciudad pequeña, la saben débil y demasiado cercana a la ruralidad que la acecha en cada momento. Es en esa ruralidad (dentro de la ciudad) donde algunas costumbres subvierten y dejan en evidencia que aún no se logra escapar del pasado, porque aún se dan “las relaciones comunitarias, donde predominan las relaciones primarias [en cambio, en las grandes ciudades]… nos podemos desprender de las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de esos contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial”. (García Canclini)
Es a esta ciudad donde vienen las personas desde el campo, no para insertarse en la estructura, sino sólo para disfrutar los bienes que ésta ofrece, ya sea para intercambiar mercancías, por obligaciones que los hacen sumergirse en el aparato burocrático, por necesidades legales o médicas o simplemente por el deseo de participar de las prácticas urbanas de la posmodernidad (modernidad en la mayoría de los casos) dejándose atrapar por el “encanto” de sus mercancías, de sus usos, de sus flujos. Cabe mencionar que a través de estos inmigrantes se intenta constatar la exclusión/inclusión que estos viven por parte de la ciudad y que éstos a la vez se convierten en elementos que conllevarán, sin percatarse a veces, situaciones de resistencia para con la propia urbe y que viven en la ciudad una heterogeneidad no dialéctica.
El centro
A diferencia de muchas ciudades, en Concepción sí existe “el centro” el cual se podría definir como “un lugar geográfico preciso, marcado por monumentos, cruces de ciertas calles y ciertas avenidas, teatros, cines, restaurantes, confiterías, peatonales, carteles luminosos destellando en el líquido, también luminoso y metálico, que baña los edificios”. (Sarlo). Y que posee una arquitectura que remeda las grandes megápolis muy ligada a la globalización y determinadas por grandes empresas o casas comerciales. Y persisten los “lugares que hacían función de centro, como las plazas” (Martín-Barbero).
El centro de Concepción es más bien pequeño, al sur (calle Víctor Lamas) lo limita el Parque Ecuador, un área verde que nos recuerda la ruralidad, pero que por su normatividad sólo se limita a simular la tradición del campo, es una invención del espacio natural puesto encima de lo que alguna vez fue el verdadero espacio natural (quizás por eso sólo lo recorren las personas de la ciudad, no se encuentra en configuración del paseo del inmigrante). Más allá por un borde carretero se puede acceder a barrios muy poco populares como lo es Pedro de Valdivia y la comuna de Chiguayante que siendo una mixtura entre lo popular y la clase media alta ofrece de entrada, desde Concepción, sus barrios como Lonco o Villuco donde las casas y edificios viven en medio de una naturaleza altamente planificada y cuidada en casas que superan fácilmente los 300 m2. Más al sur aún, después de 13 km de barrios populares y 8 Km de camino rural nos encontramos con la comuna Hualqui, que poco a poco ha pasado de pueblo agrícola a pueblo dormitorio.
Muy por el contrario, hacia el norte el centro de la ciudad llega hasta calle Los Carreras una arteria de doble vía que hasta hace muy poco (década de los 80) era una calle despreciada por el comercio, por el flujo vehicular y peatonal. En ella abundaban cantinas y carretones y era considerada una calle de extrema peligrosidad. Una vez pasada esta calle hoy día, uno se encuentra con barrios populares y de clase media. Hacia el oeste el centro llega hasta calle Serrano, hoy han construido el barrio cívico una cuadra más allá (Avenida Prat) intentando extender este centro, en lo posible hasta la rivera del río Bío Bío. Cruzando el río nos encontramos con la nueva comuna de San Pedro de la Paz, lugar preferido por la clase media y media alta para habitar los nuevos barrios “aristocráticos” que se han fundado en los últimos 10 años en dicha comuna, la cual ha crecido de manera exponencial y descontrolada. Al este, el centro de Concepción llega hasta calle Paicaví, una arteria de doble vía que por su flujo separa el centro de barrios de clase media y de familias tradicionales de la ciudad. En resumidas cuentas el centro de la ciudad de Concepción abarca de sur a norte, 8 cuadras; y este a oeste, 12 cuadras.
En su interior circula la movilización colectiva que traslada a las personas a las comunas o a barrios cercanos, por el contrario en sus bordes o más allá de ellos circula la locomoción colectiva que traslada a los inmigrantes temporales que proceden de comunas preferentemente agrícolas como Coelemu, Trehuaco, Santa Juana, Quillón, Florida, Copiulemu, Tomeco, Rere, Bulnes o Yumbel. O costeras como los son Cobquecura o Tomé; o de la llamada “Zona del Carbón” como Los Álamos, Curanilahue o Arauco; o los que llegan por tren como lo son desde Laja y San Rosendo. Todas estos arribos se efectúan en los bordes del centro, no me refiero a terminales de buses establecidos sino a paraderos que aglomeran a personas, alrededor de los cuales se han instalado una serie de comercios y actividades que se transforman en un punto dicotómico (exclusión/inclusión) entre ciudad y ruralidad, entre la civilización y la barbarie, que viene a subvertir el flujo, la estética y las relaciones simbólicas en la ciudad.
La resistencia (sin conocimiento)
El borde norte del centro puede ser el lugar donde es más evidente la dicotomía, en él se encuentran las paradas de los microbuses que traen y llevan personas desde el campo, que aún en Concepción es sinónimo de barbarie, y más que eso es sinónimo del pasado, de una etapa superada que sólo a veces, en una actitud romántica decimonónica, es mirado con cierta nostalgia y deseo, como un destino de libertad frente a la opresión de la ciudad o como plantea Raymond Williams como un deseo que permita la vuelta de la inocencia. O simplemente, como un elemento del folclore que se mira desde lejos, desde la lógica de la cultura del espectáculo, del simulacro que permite la fiesta o el carnaval, que nosotros terminamos llamando turismo. No obstante, cuando la comodidad es la urgencia, el campo no es más que una serie de incomodidades superadas por el desarrollo tecnológico, el campo no pasa de ser el lugar desde donde partieron nuestros ancestros (o nosotros mismos), es decir tiene incorporado el concepto de tiempo, el campo no sólo está fuera o lejos de la ciudad, el campo vendría a ser el pasado de la urbe. Y es desde allí (de la historia, del pasado) desde donde se desplazan estos seres que tienen el privilegio de venir a sucumbir frente a las comodidades y a la estética de su propio futuro, de los que le depara el porvenir. Cabe señalar eso sí, que los viajantes que llegan a los bordes tiene plena conciencia de que su relación con la ciudad (como parte de ella) es temporal, lo que puede significar que la utilicen (en el sentido mecánico) mucho más y mejor que los que vivimos en ella.
En estos bordes, que sirven de parada y tránsito de los inmigrantes, la arquitectura y el diseño urbano es diferente al deseo que se perfila en la centro de la urbe, donde en un afán posmodernista se “cultiva una concepción de tejido urbano necesariamente fragmentada, un “palimpsesto” de formas del pasado superpuestas unas a otras” (Harvey) de acuerdo a los gustos de quien las solicite, para imitar lo que se ha perdido o simplemente borrado, en este afán se utilizan todos los nuevos materiales que simulan una estética romántica, neoclásica, barroca o decó. Conformando una visualidad arquitectónica heterogénea que hace recordar a ciertas obras de Rauschenberg, como “Most distant visible part of the sea / Umbrellas”, relacionadas con el ensamblage y/o el collage. Ejemplos como estos los encontramos en la esquina de Barros Arana con Colo Colo donde la multitienda Johnson’s ha traído a los ojos de los penquistas (gentilicio de los habitantes de la ciudad de Concepción) nuevamente la cúpula del edificio de la antigua Casa Onetto, con materiales que realizan una mímesis, un simulacro del pasado, transformando la historia en simple decoración. Más sutil, pero dentro de la misma línea es la utilización del Palacio Castellón (esquinas de Castellón con Barros Arana) por otra multitienda, Hites, donde han dejado sólo la cáscara de la antigua construcción (esto si que es metáfora), la cual ahora debe soportar las luces de los letreros que ofrecen las más variadas mercancías para estimular el consumo.
Este eclecticismo arquitectónico (postmoderno podríamos llamar) no existe fuera del margen del centro, sólo a una cuadra de éste y a cuatro de Barros Arana, la arquitectura mantiene el sueño de la modernidad, de la racionalidad. Se mantienen las casas bajas con materiales de época que fueron construidas para servir de hogar a trabajadores de clase media y/o obreros de las incipientes industrias de los años ‘50. Estas casas, ahora dan abrigo a diferentes comercios que desentonan con el afán ecléctico de la siguiente calle (Los Carreras). Calle Las Heras es el punto de llegada de los inmigrantes, es por ahí por donde circulan, y se ha transformado en una especie de cámara de descompresión histórica, que les permite adecuarse lentamente a la ciudad.
Por el uso también, la calle Las Heras o cualquier otra que sirva de calle-puerto (Colo Colo pasado los Carreras, Los Carreras-vereda norte, Serrano con Freire, etc.) albergarán a locales en los que se transan mercancías diferentes a las de las tiendas del centro, y también diferentes a las de los almacenes de barrios. En ellos es posible encontrar artículos que en nuestro imaginario (imaginario del sur de Chile) pertenecen a la ruralidad, “yerba” mate, comida para aves, forraje, braseros, etc., escapando de cierta manera de la retórica del consumo y de la publicidad global, erigiéndose como elementos de resistencia frente a la ciudad normada. Es así que también las personas que habitan la ciudad y que, por alguna razón, requieran algunos de estos elementos saben que pueden conseguirlos en estos bordes o nodos que escapan de lo pedagogizante.
El uso y los medios
Aunque suene evidente debo que mencionar que el inmigrante temporal de hoy no es el mismo de hace décadas, ya no padece la problemática de desconocer los mecanismos de uso de la urbe, hoy no llega a la ciudad desprevenido, menos a la ciudad de Concepción, hoy sabe cómo moverse dentro de la ciudad porque posee la voluntad y la precisión que le permite la mímesis, incorporándose a lo pedagogizante en un afán de juego; y la ciudad, también lúdica, lo acoge como uno de los suyos, desplazando a este individuo de la anomia de los inmigrantes “estables” que llegaban desde la ruralidad en el pasado. Los medios de comunicación, especialmente la televisión, ha jugado un papel fundamental para que en la ruralidad se aprehendan los comportamientos básicos para transitar sin mayores tropiezos por el flujo del texto urbano. Quizás para no padecer lo que plantea José Luis Romero con respecto a los inmigrantes que se insertaban a la sociedad normalizada en la década de lo 40, que tuvieron la imperiosa y dramática necesidad de incorporar a su vida los modos de su nuevo medio sobre la marcha: “Muchos empezaron a imitar los modos de comportamiento de la sociedad normalizada: las fórmulas de cortesía que, sin duda, le eran familiares, los principios de acatamiento a las jerarquías, las reglas del juego para cierto tipo de relaciones. Pero acaso imitaron más: la manera de tomar un vaso o un tenedor, o de poner un mantel en la mesa, o de vestir a un niño. Y acaso más aún, cómo actuar frente al estado y sus agentes, cómo exigir. Y todavía más: cómo juzgar ciertos actos, cómo decidirse ante ciertas opciones, cómo pensar sobre ciertos temas que entrañaban un compromiso. Esa imitación no implicaba haber internalizado los supuestos de la estructura: era, generalmente, una repetición superficial de actitudes que habían sido observadas y juzgadas convenientes y beneficiosas”. (Romero).
Hoy también el inmigrante temporal repite actitudes que las ha juzgado como convenientes, sólo que ya trae consigo una experiencia aprendida de sus familiares o simplemente porque ha tenido la experiencia-simulacro normalizadora de los medios (no ha tenido que observar en terreno ni en la práctica), para comprender la ciudad de hoy. Porque no sólo el ser urbano se enfrenta al problema de la virtualidad de la ciudad, en la ruralidad se transforma en un medio que se constituye en la “la única experiencia-simulacro de la ciudad global. Y ello porque la estructura discursiva de la televisión y el modo de ver que aquella implica conectan desde dentro con las claves que ordenan la nueva ciudad: la fragmentación y el flujo.” (Martín Barbero). Y es ahí donde se da el juego, porque el inmigrante temporal sabe que viene de paso a esta (des)estructura, pero actúa como si fuera parte del entramado, jugando a ser otro, dejando por un momento esa incomodidad de ser siempre el mismo; y la ciudad le guiña el ojo, como compañera en una partida de brisca o de truco, y lo acoge y lo incorpora, sólo por el hecho de saber que todo es temporal.
En su llegada el inmigrante se desplaza hacia el centro articulando un trazado que se transforma en paseo que configurará su ruta envolviendo en un manto de coherencia el texto urbano, porque el“paseo ordena, para el sujeto, el caos de la ciudad estableciendo articulaciones, junturas, puentes, entre espacios (y acontecimientos) desarticulados” (Ramos); internándose en la velocidad, en la masa, en el deseo que le brinda la posibilidad del anonimato, en la urbe para “tomar un baño de multitud” como dice tan acertadamente Stuart Ewen. Y a diferencia de lo que privilegia la ciudad: “las calles, las avenidas, en su capacidad de operativizar enlaces, conexiones de flujos...” (Martín-Barbero) el inmigrante rural privilegiará de acuerdo a su costumbre el encuentro, la aglomeración, la oportunidad que particularmente le brindará la plaza, subvirtiendo y alterando el orden y el flujo deseado por los urbanistas.
En la década de los 80 la calle Los Carreras estaba fuera del centro, hasta allá éramos desplazados las personas que vivíamos en la ruralidad (Hualqui en mi caso) y que por diversas razones debíamos acudir a la ciudad. Era nuestro puerto, donde los carretones, los bares, las hojalaterías y la penumbra nos recordaban que pertenecíamos a otro lugar, que éramos la otredad de la ciudad, los excluidos que necesitaban ser pedagogizados. Hoy esa marginalidad ha sido desplazada una cuadra más y Los Carreras se ha transformado en una avenida de doble vía, con un bandejón central de verde prado, llena de luces, letreros luminosos y un flujo constante, donde la velocidad del tráfico es un obstáculo que separa la periferia del centro, hasta una rotonda posee para acelerar la dinámica de los vehículos, si bien es minúscula puede ser tomada como una muestra más para señalar, en un afán celebratorio, que hoy Los Carreras se unido a la dinámica de la ciudad.
No obstante, aún en la misma avenida los urbanistas se han encontrado con un problema: está demasiado cerca de lo rural (donde se desembarca y/o fluye), y es así que en la esquina con calle Tucapel, toda la planificación parece ser en vano, el flujo se detiene, el flujo es detenido, por estas oleadas de inmigrantes que no tienen el criterio o que aún mantienen y/o traen los vicios del desaprovechamiento del tiempo desde lo rural, desde el pasado. En esa esquina circulan (llegan) las personas que arriban en busca de mayores ofertas materiales y simbólicas que el centro posee y donde uno se puede encontrar con un taco provocado por diez a quince microbuses parados en plenas calles Los Carreras y Tucapel, y es evidente que a ninguno de los inmigrantes le preocupa mayormente, porque la aglomeración para ellos es el encuentro, en cambio para los que habitamos la urbe es la detención o interrupción del flujo, el desastre.
Para terminar
En resumidas cuentas lo rural no sólo se encuentra fuera de los límites de la ciudad, se encuentra incluso en las diferentes ciudades yuxtapuestas en el espacio físico que ocupa Concepción, en rigor la ciudad es un palimpsesto, donde los mismos inmigrantes y sus prácticas son la escritura antigua que se logra apreciar entre los recovecos de la nueva trama. El inmigrante temporal usufructúa de la ciudad, al igual que ella de él, pero quizás él, por no habitarla se percata de algo que para nosotros es imposible, sólo por el hecho de vivirla diariamente, que al igual que Anastasia de la Ciudades Invisibles “no hace sino despertar los deseos, uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas partes, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma y crees que gozas de toda Anastasia cuando solo eres su esclavo”.
El inmigrante toma la ciudad para apropiarse por un momento de las “bondades” y símbolos que ofrece, pero aunque maneja las dos prácticas (rurales/urbanas) vive, más allá de un simple eclecticismo, parafraseando a Cornejo Polar podría señalar (como él lo hace a partir de los migrantes) que a los inmigrantes temporales “el desplazamiento duplica (o más) el territorio del sujeto y le ofrece o lo condena a hablar desde más de un lugar”. Generando un discurso doble o múltiplemente situado, es decir, habita en una heterogeneidad no dialéctica que le permite hablar desde diferentes lugares.
Al irse se despide, desde la ventana del microbús que actúa como una vitrina, que le permite ver el borde que lo excluye y que lo espera, para iniciar un viaje hacia la desaceleración, hacia el pasado, hacia la ruralidad.
Detalles del articulo y sus fuentes recopiladas las puedes encontrar en su version original
LINK: http://www.revista.escaner.cl/node/908
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