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jueves, 13 de noviembre de 2025

La Odisea de Ser Universitario: De la Ilusión a la estrategia

Con Inteligencia Artificial se intenta detallar
COMO ES UNA DE LAS AULAS, DE LA UNIVERSIDAD DE CONCEPCIÓN (UdeC)
El rito es casi universal: miles de jóvenes rinden la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES), la última iteración de un largo linaje de filtros que incluye a la PAA, la PSU y la PDT. Lo hacen imbuidos en una fe casi religiosa: la educación es el único motor para ascender socialmente y escapar de la pobreza. Esta premisa, noble en esencia, se quiebra con el tiempo, cuando la realidad del "cesante ilustrado" golpea a la puerta y el aspirante se da cuenta de que el cartón universitario es solo la mitad del trato; la otra mitad, igualmente crucial, requiere haberse "ganado" a los profesores, tener contactos, o al menos, una red que te tome en serio a la hora de contratarte. Esta dinámica ha sido la constante incluso mientras el sistema de acceso se profesionalizaba. Desde 1966 con la PAA hasta la PAES de hoy, las pruebas han servido como un mecanismo de selección para las universidades del Consejo de Rectores, marcando una brecha de prestigio con aquellas privadas que, desde los 2000, hicieron de la no-exigencia de prueba un negocio paralelo, que a su vez se nutría del negocio aún más paralelo de los preuniversitarios. Una vez terminada la enseñanza media, y con la presión de promediar puntajes, comienza la primera gran batalla.  

UN PARÉNTESIS LOCALISTA

En el año 2004 la Universidad San Sebastián (USS) elaboraba unos facsímiles de ensayo previo a la rendición de la PSU (En ese tiempo), y que venían de regalo en el Diario El Sur de Concepción. Lamentablemente en Google no hay registros de aquello. 

Así como en el año 2005 muchos jóvenes que estaban por rendir la prueba iban a ensayos que se realizaban en varias casas de estudio, como en la sede de la UTFSM en Hualpén, en la UCSC Campus San Andrés, en la U. Santo Tomás, hasta en la USS. Era un entretenido paseo de fin de semana, incluso en algunos de dichos lugares los organizadores se rajaban con café y galletas. Era un panorama bien simpático en verdad. 



El primer gran desafío, y quizás el más trascendental, reside precisamente en la elección de la carrera. Entrar a la universidad es también entrar en una jerarquía de empleabilidad, donde el prestigio de la institución y el puntaje de corte de la carrera se traducen, quiérase o no, en una mayor o menor probabilidad de éxito profesional. No es lo mismo estudiar Medicina en la Universidad de Concepción, donde acceden los puntajes de élite (los llamados "capos"), que matricularse en Pedagogía en Filosofía en la misma casa de estudios, que, en los tiempos de la PSU (mediados de los 2000), era la opción de último recurso para quienes obtenían puntajes bajo los 580 puntos. Si bien cada persona tiene habilidades distintas —el bueno para los números nunca será el mejor humanista, y la broma sobre el odio de los estudiantes de Periodismo por las matemáticas es un clásico—, la crisis de la empleabilidad nos obliga a tomarle el peso a este dilema. En un entorno de "Educación de mercado", donde el título es un mero trámite para escalar un peldaño en la sociedad, la carrera se convierte en una inversión de alto riesgo, y solo algunas, como Medicina, parecen asegurar una estabilidad laboral inmediatamente después de egresar.                                                                                       


    

Superado el proceso de admisión y ya con la matrícula en mano, el estudiante enfrenta el segundo coliseo: la supervivencia académica. La euforia del ingreso pronto cede ante la pesada mochila de la deuda, pues el crédito estudiantil es un préstamo que se cancelará tarde o temprano. En los primeros días, con las asignaturas inscritas de forma automática, se desata la ambición: aprobar todo. No se debe subestimar la malla curricular, ese cartón entregado en las casas abiertas, que esconde una trampa mortal: las asignaturas de "líneas largas". Reprobar uno de estos ramos clave significa un atraso inmediato de un año completo, transformando cinco años de carrera en seis. Aquí es donde se forja la mentalidad estratégica: el estudiante debe cranearse la táctica de cuál ramo "reprobaría perdiendo menos", diferenciando entre las asignaturas de hilo largo y aquellas de "segunda o tercera importancia" (hilo corto). La presión se intensifica con la normativa universitaria. Las universidades permiten un máximo de tres intentos para cursar una asignatura; después, el destino del alumno queda en manos del temido "Causal de Eliminación", un comité de docentes que decide si el esfuerzo merece una última oportunidad. Las reglas varían dramáticamente: mientras que, en la UdeC, un 4,0 bastaba para eximirse (en los 2000’s), y un simple “No Cumple Requisito” (NC) en un certamen significaba reprobación automática, en la UCSC se necesitaba un 6,0 para la eximición, un 3,5 para ir a examen, y la posibilidad de un “repete” si se fallaba este último.                            

Y, sin embargo, a pesar del estrés financiero y académico, la vida universitaria es, paradójicamente, una etapa entretenida. Aunque no se haya quedado en Medicina, el estudiante tiene ahora la justificación perfecta para seguir viviendo en casa si es del Gran Concepción, o para emanciparse y arrendar una pieza. Hay más tiempo libre para disfrutar de la juventud, para el esparcimiento o para los primeros carretes de mechón, que suelen ser una iniciación social a base de cerveza en los pastos de la universidad y, de paso, el primer gran distractor de la meta profesional. El carrete puede llevar a relaciones íntimas y, en el peor de los escenarios, a un embarazo que obligue a postergar el futuro para pagar la obligatoria pensión alimenticia. Otra gran motivación es el idealismo "revolucionario": participar en marchas y tomas. Si bien en este 2025, con el auge de la derecha política, este activismo está algo desfasado, a mediados de los 2000’s era una potente identidad juvenil, impulsada por Federaciones y Centros de Alumnos que levantaban causas justas, como la deuda estudiantil. Pero aquí reside el arma de doble filo: involucrarse demasiado con los compañeros dirigentes puede ser riesgoso. Los académicos de un sector político más conservador pueden estar "dateados" sobre los estudiantes subversivos o militantes de izquierda para sutilmente, a futuro, cerrarles las puertas laborales. En los primeros años se disfruta la pertenencia, el saludo en el pasillo y la talla compartida, pero al egresar llega el "Coliseo Romano", y no hay peor enemigo que un profesor-contacto que informe a una gran empresa que "tal sujeto es inmaduro" o que solo "aprobó al arrastre y con puros 4,0s". El universitario debe ser un estratega, no solo un idealista.

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